
Permíteme tratarte así cariñosamente.
Como laica y casada, en este siglo XXI, nada tengo que ofrecerte más que mi felicitación y gratitud. Sabes que creo en la comunión de los santos y aunque -a este lado del lazo que nos une- yo no puedo aportar ni un átomo de santidad, experimento que tú, desde tu lado, compensas con creces el camino a recorrer para sentirnos unidos.
Era un nublado y gélido 9 de febrero de 1818, ¿no? cuando preguntabas a un pastor allí al pie del Jura cómo llegar a Ars.
Habías sufrido mucho a causa del latín, habías sido despedido del Seminario de Lyon a tus veintinueve años porque tus condiciones para el sacerdocio no parecían adecuadas y habías sido ordenado después por caridad.
Sí, por caridad y porque en aquel entonces, como ahora, escaseaban mucho los buenos servidores ¡y menos da una piedra!
Y llegas al pueblecito de unos doscientos habitantes sin nada con que atraerlos: tienes aires de paleto, pronuncias mal tus primeros sermones, tu voz es demasiado aguda, no parece que tengas cualidades para ser párroco, ¡vaya! no eres atractivo en ningún sentido, ni siquiera posees el encanto de la juventud que actualmente -aunque no tengas ningún otro valor- es suficiente para ser bien visto.
Pero el buen Dios tiene cuidado de sus pobres como decías.
Y por tu extrema pobreza y tu existencia sencilla, sacrificada, entregándote a los demás, empiezan a suceder maravillas.
Y ante ellas, los sacerdotes de parroquias vecinas se molestan y recibes aquella nota: Señor cura, cuando se tiene tan poca Teología como tenéis vos, no se debería entrar en un confesionario.
No es necesario que yo te cuente a ti, amigo Juan, todo lo que pasó después. Seguramente la lectura que tú haces de tu historia personal no coincide con la que hago yo, pero tú mismo declaras tu profunda humildad cuando dices que eres la galorpa en las manos del Buen Dios pues si Él hubiera encontrado un sacerdote más ignorante, más indigno que tú, lo habría puesto en tu sitio para mostrar la grandeza de Su misericordia.
¿Comprendes ahora por qué te escribo y te doy las gracias? Porque aprendo de ti que lo verdaderamente importante no es saber latín, ni mucha Teología, ni imantar con atractivos personales ni poder llegar a que se hagan milagros.
Lo que cuenta es el fuego del amor a Dios inflamando el corazón, es creer verdaderamente en Dios, en Su Bondad y Su Perdón. Y si se trabaja más de diez escuchando a los demás lo importante es trabajarlas con amor y dejándose triturar en los propios deseos para morir a uno mismo.
Tú manifiestas que cualquiera, independientemente de su estado y circunstancias, es un mártir si vive la misma vida que Jesucristo trae a nuestro mundo.
Por eso hoy no te ruego que intercedas para que tengamos más y mejores sacerdotes ni para que tengamos más y mejores laicos cristianos; te ruego que nos ayudes para que ciertos lenguajes, actitudes y conductas desaparezcan de nuestras comunidades y seamos todos como tú: profundamente humildes enamorados del Señor sirviéndole a Él en los hermanos.
Todo lo demás se nos dará por añadidura. Besos. Hasta siempre.
Era un nublado y gélido 9 de febrero de 1818, ¿no? cuando preguntabas a un pastor allí al pie del Jura cómo llegar a Ars.
Habías sufrido mucho a causa del latín, habías sido despedido del Seminario de Lyon a tus veintinueve años porque tus condiciones para el sacerdocio no parecían adecuadas y habías sido ordenado después por caridad.
Sí, por caridad y porque en aquel entonces, como ahora, escaseaban mucho los buenos servidores ¡y menos da una piedra!
Y llegas al pueblecito de unos doscientos habitantes sin nada con que atraerlos: tienes aires de paleto, pronuncias mal tus primeros sermones, tu voz es demasiado aguda, no parece que tengas cualidades para ser párroco, ¡vaya! no eres atractivo en ningún sentido, ni siquiera posees el encanto de la juventud que actualmente -aunque no tengas ningún otro valor- es suficiente para ser bien visto.
Pero el buen Dios tiene cuidado de sus pobres como decías.
Y por tu extrema pobreza y tu existencia sencilla, sacrificada, entregándote a los demás, empiezan a suceder maravillas.
Y ante ellas, los sacerdotes de parroquias vecinas se molestan y recibes aquella nota: Señor cura, cuando se tiene tan poca Teología como tenéis vos, no se debería entrar en un confesionario.
No es necesario que yo te cuente a ti, amigo Juan, todo lo que pasó después. Seguramente la lectura que tú haces de tu historia personal no coincide con la que hago yo, pero tú mismo declaras tu profunda humildad cuando dices que eres la galorpa en las manos del Buen Dios pues si Él hubiera encontrado un sacerdote más ignorante, más indigno que tú, lo habría puesto en tu sitio para mostrar la grandeza de Su misericordia.
¿Comprendes ahora por qué te escribo y te doy las gracias? Porque aprendo de ti que lo verdaderamente importante no es saber latín, ni mucha Teología, ni imantar con atractivos personales ni poder llegar a que se hagan milagros.
Lo que cuenta es el fuego del amor a Dios inflamando el corazón, es creer verdaderamente en Dios, en Su Bondad y Su Perdón. Y si se trabaja más de diez escuchando a los demás lo importante es trabajarlas con amor y dejándose triturar en los propios deseos para morir a uno mismo.
Tú manifiestas que cualquiera, independientemente de su estado y circunstancias, es un mártir si vive la misma vida que Jesucristo trae a nuestro mundo.
Por eso hoy no te ruego que intercedas para que tengamos más y mejores sacerdotes ni para que tengamos más y mejores laicos cristianos; te ruego que nos ayudes para que ciertos lenguajes, actitudes y conductas desaparezcan de nuestras comunidades y seamos todos como tú: profundamente humildes enamorados del Señor sirviéndole a Él en los hermanos.
Todo lo demás se nos dará por añadidura. Besos. Hasta siempre.
Olga
Publicado en UNIRPROFESCATÓLICOS
0 comentarios por CARTA ABIERTA al SANTO CURA de ARS
Publicar un comentario